Esta noche he soñado con mi Cristo de Velazquez. No ha sido un sueño propiamente dicho, sólo ha sido un momento, un instante, como el fotograma de una película.
Me enamoré de este cuadro en la adolescencia, en una de mis visitas a Madrid, las cuales hacía con mi madre, amante del arte. Íbamos de museos, a ver iglesias, conventos, parques, en busca de cultura, como decía ella. Eran visitas espaciadas en el tiempo, pero cada una de ellas descubría un rincón nuevo, una imágen, un edificio, y esas visitas con mi madre me enseñaron a apreciar la rica cultura española, que luego yo amplié con otra compañía y en otras cuidades, y espero ser capaz de transmitir a mi hija el tesoro que mi madre me dejó, la curiosidad.
No recuerdo la primera vez que vi el cuadro, pero recuerdo perfectamente el momento justo en el que me enamoré de él. Fue uno de esos momentos que te quedan grabados, no en la mente, sino en el corazón.
Me quedé plantada delante del cuadro, subyugada por el tamaño del lienzo y por la fuerza que desprendía. De repente todo a mi alrededor desapareció, sólo estábamos el cuadro y yo, me atrapó, me absorbió, me mareó, me robó la apreciación del tiempo y del espacio, se metió por todos y cada uno de mis poros y, a la vez, salía por todos y cada uno de ellos.
Es una de esas sensaciones que si no la vives, no la puedes explicar, y desde luego, no la puedes entender. Como la maternidad, te cuentan miles de sentimientos a cerca de la experiencia de ser madre, pero hasta que no lo eres, no lo entiendes, no sabes de la magnitud de esos sentimientos que te explican, y cuando lo explicas sólo eres capaz de transmitir una mínima parte de lo que tienes adentro.
Siempre que regreso al museo del Prado, al que no voy todas las veces que quisiera, voy a ver a mi Cristo, y me vuelve a atrapar, y me dejo llevar. Estoy un ratito mirando sin mirar, llenándome los ojos, calmando mi sed, tranquilizando mi espíritu, buscando nuevos detalles en ese cuerpo inerte, en ese rostro medio oculto, agradeciendo esa falta, porque no se si podría soportar la salvaje arremetida de mirar ese rostro si estuviera completo, y os puedo asegurar que cuando mi marido me tira de la mano para irnos, me alejo con tristeza, pero al mismo tiempo con una alegría en mi corazón, una paz tan inmensa, que los ojos se me llenan de felicidad.
He ido a otros museos, he visto otros cuadros, pero ninguno me ha hecho sentir lo que Velázquez me hace sentir con ese cuerpo herido, con ese rostro apenas mostrado.
Me enamoré de este cuadro en la adolescencia, en una de mis visitas a Madrid, las cuales hacía con mi madre, amante del arte. Íbamos de museos, a ver iglesias, conventos, parques, en busca de cultura, como decía ella. Eran visitas espaciadas en el tiempo, pero cada una de ellas descubría un rincón nuevo, una imágen, un edificio, y esas visitas con mi madre me enseñaron a apreciar la rica cultura española, que luego yo amplié con otra compañía y en otras cuidades, y espero ser capaz de transmitir a mi hija el tesoro que mi madre me dejó, la curiosidad.
No recuerdo la primera vez que vi el cuadro, pero recuerdo perfectamente el momento justo en el que me enamoré de él. Fue uno de esos momentos que te quedan grabados, no en la mente, sino en el corazón.
Me quedé plantada delante del cuadro, subyugada por el tamaño del lienzo y por la fuerza que desprendía. De repente todo a mi alrededor desapareció, sólo estábamos el cuadro y yo, me atrapó, me absorbió, me mareó, me robó la apreciación del tiempo y del espacio, se metió por todos y cada uno de mis poros y, a la vez, salía por todos y cada uno de ellos.
Es una de esas sensaciones que si no la vives, no la puedes explicar, y desde luego, no la puedes entender. Como la maternidad, te cuentan miles de sentimientos a cerca de la experiencia de ser madre, pero hasta que no lo eres, no lo entiendes, no sabes de la magnitud de esos sentimientos que te explican, y cuando lo explicas sólo eres capaz de transmitir una mínima parte de lo que tienes adentro.
Siempre que regreso al museo del Prado, al que no voy todas las veces que quisiera, voy a ver a mi Cristo, y me vuelve a atrapar, y me dejo llevar. Estoy un ratito mirando sin mirar, llenándome los ojos, calmando mi sed, tranquilizando mi espíritu, buscando nuevos detalles en ese cuerpo inerte, en ese rostro medio oculto, agradeciendo esa falta, porque no se si podría soportar la salvaje arremetida de mirar ese rostro si estuviera completo, y os puedo asegurar que cuando mi marido me tira de la mano para irnos, me alejo con tristeza, pero al mismo tiempo con una alegría en mi corazón, una paz tan inmensa, que los ojos se me llenan de felicidad.
He ido a otros museos, he visto otros cuadros, pero ninguno me ha hecho sentir lo que Velázquez me hace sentir con ese cuerpo herido, con ese rostro apenas mostrado.
3 comentarios:
ehhhh Julia yo creo que es mejor que sueñes conmigo!! tendrás una experiencia religiosa...
besos wapa!
Oooohhh...Julia... Q BELLO! SIN PALABRAS...
Julia, comparto tu gusto.... es una preciosa imagen, Él lo hizo por nosotros..... sacrifico eterno.... y nosotros que hacemos por los demas?? uf¡ ejemplo de humildad, inimitable¡
Gracias por tu regalo, yo lo tomo así.
Besitos wuapisisisisisima.
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