El
hambre que se pasó en la guerra, fue seguida del hambre que vino en la
posguerra. Todos cuentan que fue mucho peor, más dolida y mucho más
cruel.
En las casas de los que perdieron la guerra, el hambre de comida se sumaba a otras hambres.
Hambre de justicia, de paz, de consuelo.
Hambre
de seres queridos, arrancados de la casa y lanzados a las cárceles a
esperar la muerte. Hambres de besos. Tantas hambres se juntaron y tanto
desespero que a algunos se les trastornó el juicio.
Otros se
transformaron en personas diferentes a lo que imaginaron ser de niños y
tanto cambiaron que ni ellos se reconocían. Unos sacaron fuerzas de
flaqueza, otros sacaron lo peor de si mismos, otros lo mejor...y hubo
gente que hizo cosas que atravesaron el tiempo y el espacio y llegaron a
mí a través de historias.
Me contaron que se inventaron nuevas
maneras de sacarse las ganas de todas las cosas que faltaban, nuevas
mentiras para los niños. Se improvisaron nuevas putas que jamás pensaron
tener que ser putas. Se patentaron nuevos consuelos para penas tan
nuevas que nadie sabía como vivir con ellas.
Hubo una mujer, a la
que le mataron a todos los hijos y al marido. No le dejaron nadie a
quien cuidar y así , de camino, también la dejaron sin miedo.
Se
compró un velo de viuda, de esos que cubren la mujer de arriba a abajo y
para joder se pasaba el día deambulando por el pueblo de iglesia en
iglesia.
No rezaba, pues no quedaba ningún Dios merecedor de su fervor, apenas usaba esa estrategia para hacerse presente. Visible.
Pasaba
lentamente por las calles, en invierno o en verano siempre con aquel
luto perpetuo y riguroso que hacía con que a los asesinos de su gente se
les anudasen las tripas al verla venir.
Cuando ella pasaba por la plaza, ellos se volteaban para no verla.
Nadie podía decirle nada.
Ni reprocharle nada. Era su derecho de vida vestirse de luto.
Ni
siquiera los niños conseguían burlarse de ella y de su manto negro,
pues hasta ellos sentían la gravedad de aquel gesto y la intensidad de
aquel dolor.
Hasta ellos captaban la profundidad de aquel silencio denso que acusaba a los asesinos sin decir ni nada.
Esa mujer tenía un nombre, lo recuerdo muy bien pero no hace falta decirlo.
Es mi manera de homenajear a todas las madres que siguen haciendo la guerra con un velo cuando las balas ya se han callado.
Preguntando dónde están o calladas, con velos negros o blancos.
En mi plaza o en la tuya.
Hubo
otra anciana, en el mismo pueblo, dos calles más allá, que se vio
obligada a recibir en casa a sus dos hijas viudas con sus hijos.
Una
casa de un cuarto. Un marido viejo que se arremangó de nuevo y empezó a
trabajar como un mozo, mientras le dieron las fuerzas, para terminar de
criar a los ocho nietos sin padre que sus hijas habían juntado.
Esta mujer tenía gente a la que cuidar y por eso todavía creía en Dios.
Todos
los días entraba en la iglesia para agradecerle los nietos vivos, las
hijas vivas y las fuerzas de su viejo. A ofrecer una oración por sus
yernos fusilados y pedir la ayuda de su ángel de la guarda que cuidase
de la salud del esposo.
Tres mujeres, ocho niños, mucha hambre y mucha gratitud por la presencia de aquel hombre en casa que era el amparo de todas.
Cuando los niños crecieron ayudaron al abuelo y así salieron adelante.
Esta
mujer tenía muchos nombres, Catalina, María, Teresa, Soledad,
Encarna...escoge el que te guste porque a ella no le va a importar con
que nombre la conoces.
Y hubo otra mujer de la que ni siquiera recuerdo el nombre.
De todas las historia de posguerra que me contaron, la suya para mí era la peor de todas, la que más miedo me daba.
Era
una mujer que vivía sola. No tenía nadie a quien cuidar ni nadie la
cuidaba, no tenía nadie a quien llorar o tal vez se negaba a darle ese
gusto a los que miraban las lágrimas rojas como si fuesen lágrimas de
risa, sin compasión.
Ella estaba tan canija y tan débil que raramente salía de casa.
Tenía miedo de todo, de los ganadores y de los perdores.
Hoy
en día le habrían diagnosticado síndrome del pánico o algo parecido,
pero en esa época había tanto pánico que el suyo pasaba desapercibido.
Comía de la caridad de los que tenían al menos un poco que repartir.
Ella no tenía nada que repartir.
Ni sillas, ni muebles, ni cama, ni colchón...todo lo fue vendiendo.
Su
hora de comer era esporádica, pues dependía de la memoria de los demás,
y los demás eran personas que estaban un poco desmemoriadas del hambre
que ellas mismas pasaban, y a las que les costaba repartir la naranja
del nieto con la mujer olvidada.
Cuando
después de unos días sin aparecer nadie por allí, comprendía que la
muerte estaba cerca, practicaba un invento suyo que siempre le funcionó.
En aquella época de tanto talento y tanta innovación ella inventó la tortilla sin huevos.
Salía
al patio de atrás de su casa y golpeba un tenedor contra un plato como
cuando estamos batiendo un huevo para hacer una tortilla.
Empezaba despacito e iba incrementando el ritmo con gran agilidad de muñeca y su mirada perdida en el plato vacío.
La calle iba quedándose en silencio.
Todos iban deteniendo sus quehaceres y levantaban la cabeza.
La viuda, la abuela, los niños, el cura, los asesinos, los perdedores y los ganadores.
Todos sentían la sangre hervir.
Todos congelados.
Y todos sabían que ella solo pararía cuando escuchase un golpe en su puerta avisando.
Un golpe de suerte
Un golpe de aviso, de ahí tienes comida.
Un golpe mortal que hería a todos por igual.
Cuando
ella se detenía, algunas cabezas bajaban rezando, otras llorando, otras
aliviadas, algunas avergonzadas ...muchas con miedo.
Sin saber si ellas tendrían el valor de hacer lo mismo.
De tener los cojones que hay que tener para hacer tortillas sin huevos,
La viuda reanudaba su paso.
La abuela acunaba a su nieto.
Bocas apretadas, puños cerrados.
Y el pueblo arrancaba otra vez, inventando nuevas maneras de sobrevivir a tanta hambre.