Envejecer, lo digo muchas veces, tiene muy poca gracia. Y ser muy anciano me parece que debe de resultar aún menos chistoso. Claro que, como la única vía para no llegar a nonagenario es la de morirse, la alternativa tampoco parece nada atractiva. Tengo un amigo geriatra, José Antonio Serra, estupendo como amigo y como médico, que es de un optimismo existencial a prueba de bomba. Le encantan los viejos (natural, dada su profesión) y tiene como una visión homérica de la ancianidad. Siempre dice algo que me gusta mucho: "Ser viejo no es sinónimo de estar enfermo; uno puede ser muy mayor y estar estupendo de salud. Y si enfermas, aunque tengas 90 años, puedes y debes curarte". A veces abrigo la sospecha de que José Antonio, Tin para los amigos, cree en la posibilidad de ser eternos. En cualquier caso, estoy segurísima de que cree que uno puede morirse a los 100 años estando muy sano. Y, ¿saben qué?, es muy probable que tenga razón.
"El estudio consistió en coger a 40 ancianos de entre 90 y 97 años y ponerles a hacer gimnasia"
El caso es que este optimista de la senectud ha realizado un estudio interesantísimo junto con Alejandro Lucía, catedrático de Fisiología del Ejercicio de la Universidad Europea de Madrid. El experimento se llevó a cabo el año pasado en la residencia geriátrica privada Los Nogales-Pacífico con el auspicio del hospital público Gregorio Marañón de Madrid (cuyo departamento de geriatría dirige Serra) y de la Universidad Europea. Fue el primer estudio de este tipo que se ha hecho en España, intervino un abundante equipo multidisciplinar que iba desde psicólogos y fisioterapeutas hasta animadoras socioculturales, y la cosa consistió en coger a 40 ancianos de entre los 90 y los 97 años de edad y ponerles a hacer gimnasia tres días a la semana durante dos meses.
Repito: coger a 40 ancianos de entre 90 y 97 años y meterles caña a tutiplén en un gimnasio.
Bueno, en realidad sólo hicieron ejercicio la mitad, porque los otros 20 fueron el grupo de control. El caso es que los nonagenarios a los que les tocó el papel activo se machacaban entre 45 y 50 minutos con máquinas, después hacían 5 o 7 minutos de estiramiento y, por último, montaban en una bicicleta estática de 5 a 15 minutos. No está mal el programa. Y fue un éxito. Consiguieron aumentar notablemente la fuerza de las piernas y disminuir la incidencia de caídas, que a esa edad son a menudo mortales. Y, sobre todo, consiguieron calidad de vida. Y todo esto sin que los abuelos se les lesionaran ni se les rompieran. Alguno tuvo agujetas. Y quién no. Pero todos estaban encantados. Tan encantados, en fin, que tuvieron que cerrar el gimnasio con llave por las tardes, porque los del grupo de control, mosqueados porque ellos no disfrutaban de la diversión y de la mejoría, se colaban en el local para hacer ejercicio clandestinamente.
Qué consolador resulta este experimento, y qué admiración produce esa maravillosa máquina que es el cuerpo humano. Incluso en edades tan avanzadas, cuando casi todo el mundo sólo espera de ti que te apoltrones como un inválido en una silla de ruedas o en una cama, que languidezcas y te marchites, que cada día que pase tu estado sea peor, resulta que con tan sólo un poco de ejercicio ¡creas músculo! ¡Ganas fuerza! ¡Mejoras! Nunca hay que rendirse, nunca hay que tirar la toalla, sobre todo si tienes a un geriatra tan bueno y tan loco y tan optimista dándote ánimos.
Este experimento es tan interesante y tan rompedor que acaba de ser publicado en la revista de la Sociedad Americana de Geriatría, una de las mejores del mundo en su campo. Aquí, el estudio se hizo público el año pasado, pero, ya ven, nadie parece haber decidido implantar esos cuidados para los ancianos. Con lo sencillos y lo saludables que son: ejercicio en lugar de las mil medicinas llenas de efectos secundarios con las que atiborran a los viejos cada día; ejercicio en vez de las fatales roturas de cadera y los enormes gastos de hospitalización. Pero nada, ni caso. Se diría que en España la calidad de vida de los ancianos importa muy poco. Nuestra sanidad todavía no ha aprendido que uno debe y puede aspirar a fallecer sanísimo.
De Rosa Montero
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