Las capillas se cambian por pagodas y las flechas amarillas
por muñecos rojos. Tallas budistas a cambio de cruces y un gorro susenaga que portar en lugar de una
vieira. Pero la filosofía es la misma: en torno a Shikoku, una isla
semidesconocida al sur de Japón, discurre un Camino de Santiago. Peculiarmente
circular, el peregrinaje de los 88 templos sagrados de Shikoku sigue el
perímetro de la isla a lo largo de 1.400 kilómetros.
“Los templos solo marcan el peregrinaje, no son el peregrinaje”, es
una frase que escuchamos varias veces en la isla. Una famosa cita del
libro Peregrinaje japonés, que a pesar de ser cierta se puede
poner en duda al entrar en algunos de los 88 templos budistas. Un
ejemplo: cojamos el número 51, Ishiteji, uno de los más conocidos. Algo
que no extraña cuando lo ves. Pongamos que estás en Dōgo Onsen, un
famoso balneario del siglo XIX. Y que para llegar al templo sabes que
hay que seguir una carretera hasta encontrar una cueva oculta excavada
en roca. Supongamos que la encuentras -no a la primera-, y que recuerdas
lo que te han dicho sobre que es una alegoría del camino hacia la
iluminación budista. Por eso te internas en las tinieblas que cubren un
pasillo de cientos de metros, dividido a lo largo en dos por una cuerda,
atada a su vez a decenas de estatuillas de piedra con gorros y baberos
rojos. Que sonríen tan en paz como perturban.
Debatiéndote entre mirar o no a los pequeños, comienzas a caminar tanteando las paredes húmedas, en
las que cada pocos pasos hay débiles bombillas que en vez de luchar contra la
oscuridad le dan fuerza. De vez en cuando el pasillo de roca se ensancha en estancias
más amplias en las que reina esa clase de silencio que intenta crear alguien
que no quiere hacer ruido. El flash de la cámara abre brechas en la penumbra; siniestros fogonazos que revelan que solo hay altas estatuas de
madera pintada de colores. Menos mal. Aun así aligeras el paso hasta que por fin, al
fondo, se ve la iluminación del día. Y eso que solo era una de las cuevas de entrada a
Ishiteji, el número 51.
Un templo encerrado en un tupido bosque en el que las ofrendas van por montones. Hay pilas de
grullas de papel de colores, de guijarros manuscritos o de palillos de incienso a punto de colapsar. Monedas de un yen,
zumos, tablillas, cascabeles de latón, estatuillas de cuarzo y muñecos
de peluche también se amontonan ante las deidades. Pero es que no hay un
solo objeto que se pueda sentir solo: velas por encender, flores
silvestres cortadas que beben de vasos de plástico o un ejército de
estatuillas protegidas con baberos y más gorritos de
lana, los llamados protectores de los viajeros y los niños. Por entre
todo esto deambulan varios peregrinos recitando oraciones y frotando su
rosario entre las manos.
Ishiteji es suficientemente grande como para pasar horas de exploración
bajo la mirada de la estatua gigante de Kūkai que domina la misma
montaña que atraviesa la perturbadora cueva.
Es por este santo budista japonés por quien se hace todo el
recorrido. Se dice que el también llamado Kōbō Daishi, una referencia en
el budismo
japonés más importante que el mismo Buda, entrenó en estos templos a lo
largo
de su vida, allá por el siglo IX. Entre otras muchas cosas, a Kūkai se
le
atribuye la fundación de la Escuela Shingon de budismo esotérico.
Intrigantes muestras de
esta rama, en la que Japón ha sido y es un referente fuera de la India
y el Tíbet, se esparcen por el
itinerario.
También desperdigados, los peregrinos, conocidos como henro, siguen las huellas del santo en una de las
poquísimas peregrinaciones cíclicas del mundo. Es más duro que el
Camino de Santiago, que muchos toman como referencia, aunque las
diferencias
igualan a las semejanzas. Hay quien lo completa en coche o autobús, y no
ha
sido reconocido como patrimonio de la humanidad, como ocurre con el
Camino y el
peregrinaje de la península Kii, también en Japón. Pero debería: series
de jornadas montañosas por
el lluvioso sur se suceden
con etapas en las que se bordean acantilados y otras en que los
templos se alcanzan en cadena, llegando a cuatro o cinco en un día. Pero
también hay tramos en los que los peregrinos solo ven asfalto y
coches que zumban a su lado por la falta de aceras o andenes.
Uno de ellos es Takeda, 58 años, profesor de Física en una
universidad
de Hokkaido, al norte de Japón. Está a
punto de concluir dos tercios del camino por los que ha andado solo en
un mes unos 30 kilómetros diarios. Cuenta que lo más complicado se lo
encontró al sur, en la montaña Ishizuchi, la que, de querer seguir la
tradición, hay
que escalar trepando por unas cadenas clavadas en la roca.
Se acaban sus vacaciones y el resto del peregrinaje se lo reserva.
Volverá para hacer el ritual en los 37 templos sagrados que le quedan:
reverencia en la entrada, lavativa de manos y boca, toque de campana,
copiar
un Sutra (una especie de oración) e introducirlo con un donativo en una
caja, encender incienso y vela, unir las manos y rezar, pagar por
recibir el sello del templo y despedirse con otra reverencia. Takeda lo
acompañaba de otro ritual también muy nipón: hacerse una foto a sí mismo
con un trípode.
Los
motivos para emprender este peregrinaje, también conocido como
Shikoku-O, son tan variados como los del que termina en
Galicia. Ni el profesor universitario ni Tomoaki, un estudiante que lo
hace por etapas cada fin de semana, caminaban por un motivo religioso.
Sí
es este el que guia a muchos ancianos que se acercan a cada
santuario en coche ataviados con el gorro susegana y las vestiduras blancas. Se acercan a los templos apoyados en un bastón, otro
elemento simbólico que alude a la profunda conexión con Kūkai y con los
peregrinos muertos en esta ruta referenciada ya en el
siglo XII. Creencias individuales aparte, uno no puede evitar impregnarse de la
espiritualidad que emana; otro punto en común con la ruta jacobea.
En Matsuyama nos encontramos al tejano Matthew, que
personifica esta conexión al declararse un
enamorado de ambas peregrinaciones.
Hizo el Camino hace unos años, donde se encontró con un japonés que
le habló del Shikoku-O y de las oportunidades que su patria le ofrecía
como
profesor de inglés. Al final se decidió por probar los 88 templos, y
dando esta vuelta de 1.400 kilómetros conoció a la que hoy es
su mujer. Han abierto un albergue en la ruta, y en verano
volverán a España para recorrer juntos el Camino. Matthew corrobora que
la peregrinación japonesa requiere más esfuerzo que la de Santiago, pero
que en cuanto a placeres mundanos, “se
disfruta mucho menos… ¡cada etapa española acaba con una comida
exquisita y
vino!”. El estadounidense añade que es habitual hacer este peregrinaje
en
soledad: “Tiene un punto más espiritual, menos social que el Camino,
aunque con
matices, porque entre templo y templo está muy arraigada la cultura del osettai (dar sin recibir nada a cambio)”.
Cuenta que los propios locales entregan regalos
a los henro porque se cree que así
obsequian al propio Kūkai, quien supuestamente nació en el templo número
75.
Aunque lo de numerar cada templo solo nace de la organización
obsesiva de los japoneses. No hace falta empezar por el número uno, ni
hacerlo en sentido horario; aunque al revés es más difícil porque las
indicaciones son más difíciles de encontrar. La regla es que el primer
templo que visites marca el fin del camino. Aunque lo normal es que sea
Ōkuboji, el número 88, donde los henro dejan lo que se ha
transportado, como en Finisterre. Pero este número redondo no representa
todos los que son. Centenares de lugares sagrados jalonan la ruta a
modo de bonus inesperados.
Con uno de ellos nos topamos en el camino. Su forma de nave espacial
se adivina entre las
copas de los arboles desde la carretera que lleva a la cueva de la que
hablábamos. El lugar está sumido en
un sopor tétrico, como si los tiempos modernos tuviesen vetada la
entrada y tú
mismo no debieras estar ahí. La única puerta la pone la maleza salvaje
que crece espoleada por años de abandono, y que se puede cruzar
ignorando un profano presentimiento (¿o es un escalofrío?) que sacude
por dentro. Hace
rato que no se ve a nadie en los alrededores.
Detalle de las pequeñas tallas de madera que reposan en la mandala de Matsuyama.
Unas manos gigantes de piedra que forman un cuenco rebosan de canicas
de cristal y marcan la entrada. A un costado y en posición
de loto, un buda anoréxico, ejemplo de cómo el ascetismo extremo
es un comportamiento incorrecto, le pone un toque más inquietante. Las
bolitas de
cristal, ofrendas que los peregrinos van dejando caer de sus rosarios,
adoquinan la hierba. Entramos. Lienzos y tallas de madera de distintas
figuras hinduistas y budistas. Un
aperitivo de lo que espera arriba. Porque lo que parecía una nave
espacial contiene un mandala budista, ejemplo del esoterismo más caótico
e incomprensible. Apareces en medio de un círculo cuyas paredes
encierran un diagrama que se
utiliza como guía de la meditación. Pero no solo estás en el centro. Eres el centro de atención.
Tallas de madera y butacas de terciopelo predican el Budismo Esoterico en Matsuyama.
Doscientas tallas de madera te miran fijamente, porque no tienen a
nadie más a quien mirar. Te sientes culpable
y no sabes por qué. Las hay bonachonas y entrañables, maléficas y
desfiguradas. Desde los dos palmos de alto a los dos metros. Algunas,
con una expresión
de insoportable dolor y otras, de profunda paz. No hay dos iguales,
porque cada
una está tallada por una persona diferente. El polvo y la dejadez de
este lugar repleto de tesoros contrastan con un aparato de sonido que
ocupa el centro de la
estancia. Varias butacas de terciopelo rojo, como traídas de un viejo
cine
sobre la espalda de David Lynch, descansan entre las estatuas
invitándote
a tomar asiento y, tal vez, convertirte en una de ellas.
Una pequeña valla y una aprensión irracional te disuaden de intentarlo.
Tomado de El País
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