Siendo demasiado joven, incluso más que ahora (jajaj), leí en "El extranjero", de Albert Camus, un diálogo que yo recuerdo así:
Ella: ¿Me quieres?
Él: Sí.
Ella: ¿Quieres casarte conmigo?
Él: No.
Ella: Entonces, ¿por qué me has dicho que me quieres?
Él: Porque me lo has preguntado.
No hace falta decir que la conversación me resultaba indescifrable, dado que el nihilismo no es la filosofía dominante en la pubertad. Pero se me quedó grabada la sospecha, seguramente absurda, de que el matrimonio tiene mucho que ver con las preguntas. Más aún, concebía el matrimonio como un estado civil en el que la gente se está haciendo preguntas todo el tiempo. Desde luego, si no preguntas, es imposible que te cases. Como mínimo, antes tienes que preguntarle a otro si quiere casarse contigo. Creo que todo el mundo está más o menos al tanto de que las cosas son así.
De todas formas, las personas que contraen matrimonio, seguramente se hacen más preguntas de las que por aquel tiempo yo era capaz de imaginar. Cuando me casé estuve en el lugar que ustedes estarán muy pronto, con esos rostros iluminados y esa sonrisa congelada, es muy probable que en mi cabeza resonaran las mismas cuestiones que ustedes han resuelto de modo admirable.La primera consistía en: cómo es que uno ha llegado hasta ahí. El banco de los contrayentes es un sitio muy raro. Muy común, pero muy raro. Uno está ahí porque ha tomado la decisión, que se toma pocas veces, de poner en juego su vida de una forma consciente y voluntaria. Lógicamente, lo hace porque confía en alcanzar un bien mayor, no por el placer de arriesgarla. En esto, diríamos que el matrimonio se diferencia del trekking y del puenting.
Pero la diferencia básica es que el riesgo lo es por haber puesto la vida en manos de otro o al menos por depender de otro para la felicidad, para el crecimiento, para la simple tranquilidad. El otro generalmente suele hacer lo mismo y de ello supongo que deriva la armonía matrimonial, pero no estoy segura, porque estamos ante una ciencia también muy rara: cuanto más se practica menos se sabe de ella.El hecho es que uno da su vida y recibe también una vida, y que esa decisión primordial establece ya una de las reglas de la convivencia, uno de los fundamentos de la relación, como son el aprender a dar y el aprender a recibir.No quiero enredar mucho más el asunto, pero me siento en la obligación de advertir que dar es mucho más fácil que recibir.
Cuando damos nos sentimos generosos, altruistas, superiores y tendemos a aislarnos en nuestra satisfacción. En cambio, cuando recibimos quedamos con una deuda de gratitud, frágiles en nuestra necesidad o en nuestro deseo, vinculados al otro por la exigencia de ofrecerle contrapartidas y, en el caso que nos ocupa, mayor amor aún. El amor, a pesar de lo que afirmaban en Love Story, no consiste en no tener que decir nunca lo siento, sino en saber dar las gracias y en sentirlas.
Otra pregunta que yo me hice, como ya se la han hecho seguramente ustedes, es cómo piensa uno quedarse una vez ha llegado hasta ahí. Llegar es muy excitante, pero quedarse suele ser solamente laborioso. Aquí salta inevitablemente la palabra "compromiso", que a menudo suena como los conjuros: no se entienden, pero parece que lo solucionan todo. Sin embargo, al compromiso le pasa como al amor: pertenece a dos (al menos estadísticamente), pero su sentimiento y su valor lo transporta cada uno en su propio cuerpo. Hay una parte solitaria del amor y hay también una parte solitaria del compromiso. Y esa parte es la que el otro, el que comparte el compromiso o el amor, debe saber entender y aceptar. De esta manera, aunque al principio afirmábamos que el compromiso y el amor eran cosa de dos, ahora debemos deducir que es cosa de cinco: del que uno y otro sienten (2), del que uno y otro aceptan del uno y del otro (2), y del que comparten entre ambos (1). O sea, igual a 5, lo que quiere decir que las cuentas estaban bien hechas.
Conviene tener en mente esta aritmética para otorgar al compromiso un sentido más preciso que el de los conjuros y que vaya más lejos que la mera formalidad, es decir, funcione. Por tanto, el compromiso ha de ser firme, pero no rígido. Profundo, pero no inflexible. Amplio, pero no absorbente.
La razón última de todo ello es que este compromiso es algo más que legal, algo más que una hipoteca o un contrato de servicios, porque se trata de un compromiso sobre la vida o, mejor dicho, de un compromiso de vida. Y la vida se salta la jurisprudencia cada dos por tres, voltea lo que creíamos seguro, mueve caprichosamente el suelo bajo los pies o se desborda un minuto después de haberla encauzado con planchas de hormigón.
Y puestos ya a anudar la propia existencia con la de otro, ustedes se habrán preguntado, aunque sea poco, aunque no haya sido más que una sombra cruzando a toda velocidad por el corazón exultante, y como siempre que uno pone la vida en juego, se habrán preguntado, decía, qué va a ser de mí. Cuando uno va a ser dos, o sea, cinco, como antes lo demostré, es de lo más natural que el uno que antes era se tambalee, dude y le entre un cierto vértigo, como si tuviera la impresión de que va a fundirse y desaparecer en algo más grande, en una especie de cosmos. Fundirse en cinco tampoco es ninguna tontería.
La verdad es que se trata de un vértigo que no tiene mucho sentido y quizá esa sea la razón de que dure tan poco. Cuando se quiere algo mejor es evidente que hay que abandonar algo que era peor. Así que no vale ponerse melancólico, pues es una melancolía falsa y del todo reprobable.
Por lo demás, el amor funde, ciertamente, pero también libera. Nos libera precisamente de permanecer encerrados en el uno que éramos. Y nos multiplica y nos acrecienta en todos los otros que vamos a ser. Por seguir con la digresión aritmética, es un uno que vale por cinco. Y no hace falta dejar de ser uno. Es un uno en cinco, o un cinco en uno, bueno, yo no sé tanto cálculo ni filosofía como para seguir por ahí. Pero se parece a lo que he dicho.
El resultado, un tanto extraño y paradójico, lo escribió Lawrence Durrel en una novela: el amor es la experiencia de dos seres que crecen y se manifiestan independientemente. De lo que se deduce que para crecer y ser independientes hay que ser dos. Cinco, en mi ya expuesta opinión.Y ya sólo queda, al menos por hoy, la gran pregunta matrimonial: qué será de nosotros. La pregunta está muy bien, lo que pasa es que la respuesta se desconoce. Lo más agudo que he leído sobre el futuro lo dijo César a sus generales la noche antes de cruzar el Rubicón: "Nadie sabe que nos depara el día de mañana. Sólo sabemos que unos saldrán victoriosos y otros derrotados. Unos vivirán y otros han de morir. De modo que si volvemos a vernos, sonreiremos. Y, si no, esta despedida habrá estado bien hecha".
Sin embargo, hay algo sugerente en esas palabras. Y es que sólo vivimos el momento en el que estamos. Que nuestro conocimiento es de aquí y de ahora, y que los grandes planes y proyectos, aun no estando de más (César se proponía conquistar las Galias), sólo dependen de nosotros en una pequeña medida, tan pequeña que no merece ser tomada en consideración y desde luego no merece que se discuta por ella. El amor es sin duda un gran proyecto, pero es ante todo una forma de estar en el presente y de defenderlo todos los días. Cuanto más grande es, más grandes y poderosos han de ser las horas y los días que lo abarcan. Si lo pequeño no es de por sí grande, entonces lo grande se volverá mezquino.
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