Feliz cumpleaños guapa, un besote muy fuerte.
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«El número de necios es infinito» dice la Biblia, pero entre los tontos insignes hoy convertidos en personajes proverbiales un mendigo llamado Julián que
vivió en Madrid allá en los primeros años del siglo XIX ocupa un puesto
destacado, aunque no haya sido su nombre el que haya pasado a la
posteridad sino su mote: el «Tonto del bote».
Su peculiar forma de pedir limosna, con un bote de suela en
la mano, había hecho popular a este «desgraciado imbécil», según relata
Dionisio Chaulié al describir a los pedigüeños de su época en el libro «Cosas de Madrid»
(tomo I. «Memorias íntimas». Madrid, 1886). «En Madrid los había
tradicionales. Entre otros, un desgraciado imbécil a quien se le conocía
con el nombre de "Tonto del bote", porque recogía la limosna en un bote
de suela que agitaba en la mano, sentado en una silla a la puerta de San Antonio del Prado.
Aún me parece verle en sus últimos años, inmóvil, con su sombrero de
alas anchas, su ropón o túnica parda, limpio, y lanzando a intervalos
una especie de sonido gutural para llamar la atención de los
transeúntes».
La iglesia del convento de los capuchinos, derribada en 1890, estaba situada en la calle del Prado y hasta allí llegó un día un toro que se escapó de una corrida,
el toro que convirtió al «Tonto del bote» en leyenda. Así lo cuenta
Chaulié: «En cierta corrida de toros de principios de siglo saltó la
barrera uno de los bravos, y encontrando abierto el arrastradero, salió
de la plaza, tomando por la calle de Alcalá a volver a la Carrera de San
Jerónimo por una de las vías transverales, se paró ante el pobre, que
permaneció quieto, desconociendo el peligro: le olfateó despacio el animal, dio un bufido y siguió sin tocarle,
huyendo por el camino de Atocha hasta la puerta de la Campanilla, que
estaba a la izquierda del Monasterio (de Atocha) y salió a la querencia
de la Muñoza, donde fue a parar».
«La buena suerte del tonto se celebró en Madrid con interés
y cuantos vivían entonces la conservaron en la memoria», asegura el
periodista y escritor madrileño que vivió entre 1814 y 1887.
En la revista taurina «Palmas y Pitos» del 13 de diciembre de 1914 se especifica que los hechos tuvieron lugar el 15 de junio de 1801 durante la corrida de la ganadería de Palacios Rubios que
se celebró en la plaza de toros situada en la puerta de Alcalá. «Al
pasar el cornúpeto, que no hizo daño a nadie, por la puerta del convento
de Capuchinos, del Prado, vio junta a ella al Tonto del bote, un
pordiosero paralítico que pedía limosna provisto de una especie de bote
de cuero, de donde le vino el apodo. El bicho se acercó a Julián, que
así se llamaba el lisiado, y , después de olfatearle, dio un bufido y
salió huyendo», cuenta la publicación que toma el grabado y la anécdota
de un romance de la colección de Carmena que sirvió al escritor Luis Falcato para un artículo publicado en «Sol y sombra» quince años antes.
Desde entonces se dice de «la persona de pocas luces, a la
que van a parar todas las burlas pero que, por su falta de ambición, a
veces se ve recompensada por la buena suerte», recoge Guillermo Suazo
Pascual, en el «Abecedario de los dichos» donde relata a grandes rasgos la anécdota.
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"Te amo, no me olvides." Es la carta de amor de un emigrante encontrada en el puerto italiano de Pozzallo, Sicilia. El mar la ha devuelto
después de otra tragedia de la desesperación. El pasado 23 de agosto en
el estrecho de Sicilia murieron 18 emigrantes, cuyos cuerpos
posteriormente fueron recuperados por la Marina italiana. La nota está
escrita en un dialecto egipcio y cuenta la historia trágica de A. que
amaba R.
En la parte inferior de la carta arrugada, de hecho, se pueden reconocer las iniciales de los dos amantes, intercaladas con un corazón atravesado. Este es el texto del mensaje traducido: "Hubiera querido estar contigo. Por favor, no me olvides. Te quiero mucho. De verdad, espero que no me olvides. Cuidate, mi amor. Te amo. A ama a R".
En la parte inferior de la carta arrugada, de hecho, se pueden reconocer las iniciales de los dos amantes, intercaladas con un corazón atravesado. Este es el texto del mensaje traducido: "Hubiera querido estar contigo. Por favor, no me olvides. Te quiero mucho. De verdad, espero que no me olvides. Cuidate, mi amor. Te amo. A ama a R".
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Napoléon
y Nerón se cuentan entre las víctimas del arsénico, un compuesto letal
que, paradójicamente, también fue usado en el pasado para tratar
distintas afecciones.
Las
pastillas con arsénico del doctor Simms, por ejemplo, salieron a la
venta a finales del siglo XIX, con supuestos efectos cosméticos y para
“levantar el ánimo”.
No
obstante, no hay ninguna sustancia que, por si sola o en combinación
con otras, haya producido tantas muertes desde la Antigüedad. El
arsénico fue el agente homicida en el 75 % de los envenenamientos
juzgados en Francia durante la década de 1830; y en Gran Bretaña, la
proporción llegó a la mitad de los casos enjuiciados entre 1815 y 1860.
El
más famoso de todos los venenos es un asesino muy discreto. Puede
camuflarse con otros productos, como la harina o el azúcar, no se
descompone, es soluble, no caduca y no huele.
Se
calcula que 0,15 gramos es la dosis mortal para una persona de 75 kilos
de peso. Una vez ingerido, el cuerpo lo asimila con rapidez. Pasa del
aparato digestivo al torrente sanguíneo y, de ahí, se distribuye por
todos los órganos, aunque se concentra en las uñas, el pelo, la piel,
las arterias y el hígado.
La
deshidratación que desencadena es, en ocasiones, tan aguda que puede
producir la momificación de algunos cadáveres. Los envenenados tienen
síntomas muy aparatosos, porque el arsénico, al ser muy cáustico, quema
todo el tubo digestivo, causa fuertes dolores abdominales, diarreas y, a
veces, hemorragias.
Administrado
en muy bajas dosis, puede actuar de forma lenta pero implacable. Los
síntomas aparecen poco a poco y son tan genéricos, como cansancio,
irritabilidad y pérdida de apetito o de peso, que pueden conducir a un
crimen (casi) perfecto.
Un
ejemplo es el de Hélène Jégado, una cocinera francesa que fue ejecutada
en el siglo XIX después de comprobarse que había envenenado lentamente a
una treintena de personas para las que había trabajado en la región de
Bretaña.
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Fijar metas altas:
Un maestro quería enseñarles una lección especial
a sus alumnos, y para ello les dio la oportunidad
de escoger entre tres exámenes: uno de
cincuenta preguntas, uno de cuarenta y uno de treinta. A los que escogieron el de treinta les
puso una “C”, sin importar que hubieran
contestado correctamente todas las preguntas. A
los que escogieron el de cuarenta les puso una
“B”, aun cuando más de la mitad de las
respuestas estuviera mal. Y a los que escogieron
el de cincuenta les puso una “A”, aunque se hubieran equivocado en casi todas.
Como los estudiantes no entendían nada, el
maestro les explicó: “Queridos alumnos: permítanme
decirles que yo no estaba examinando sus conocimientos,
sino su voluntad de apuntar a lo alto”.
Cuando apuntamos a lo alto, estamos más cerca de nuestros sueños que si nos conformamos con pequeños objetivos.
Cuando apuntamos a lo alto, estamos más cerca de nuestros sueños que si nos conformamos con pequeños objetivos.
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Radhe
radhe... En el pequeño jardín de una misión de caridad, las mujeres,
casi 300 haciendo cola para obtener un poco de comer, saludan con
simpatía. Son todas viudas. Y eso, tan normal, en India es una condena.
Vrindavan, una pequeña ciudad a 150 kilómetros de Nueva Delhi y famosa
por ser punto de encuentro de los fieles de Krishna, acoge también otra
realidad: más de 20.000 mujeres, todas ellas sin marido, buscan asilo en
este lugar. Un gran número de ellas viven por debajo del umbral de la
pobreza, y solo el 25% recibe una pensión, según un informe de ONU
Mujeres. Habitan en casas particulares pero sobre todo en ashrams,
agrupaciones espartanas de celdas dispuestas alrededor de un espacio
abierto con un templo y servicios comunitarios. Teóricamente estos
espacios nacieron para la meditación pero, para muchas viudas del
subcontinente, se han convertido en un refugio, en el único refugio.
Según
una tradición india llamada sati, cuando un hombre fallece su esposa lo
tendría que seguir en el viaje e inmolarse con él en la pira funeraria.
Aunque esta costumbre fue abolida por ley en 1829, su sombra es muy
alargada y se manifiesta todavía hoy en forma de absoluta marginación.
La mujer que se queda sin marido es, demasiado a menudo, repudiada por
las familias y alejada de la sociedad, sin posibilidades de rehacerse
una nueva vida. No se contempla una nueva boda y tampoco una pensión. En
el estado del Bengala, donde la exclusión de las mujeres del testamento
no está permitida, muchísimas familias se deshacen de las viudas para
evitar que reclamen sus derechos.
En
el patio del jardín las viudas forman grupos. Se reencuentran. Algunas
ya se conocen porque viven juntas. Sonríen y se ayudan. Porque no lo
hace nadie más... En India, las mujeres no disfrutan de un trato
paritario, más bien al contrario. Sin una figura masculina, están
consideradas un peso; para los padres que les tendrán que procurar una
dote, para los maridos que las tendrán que mantener, para los hijos que
las tendrán que cuidar cuando no puedan trabajar... Y los hombres
encargados de repartir los alimentos no las tratan mejor. Les chillan
para ponerlas en orden, las empujan, las miran como una molestia. En
algunos momentos parece una escena más propia de un campo de
concentración, con prisioneras y guardianes al momento de la
distribución de un exiguo rancho. Algunos de los trabajadores usan
bastones. Por suerte los emplean únicamente para asustar a los monos que
intentan robar los víveres.
Todas
las mujeres de la cola llevan un papel rosa en la mano que les da
derecho al suministro. La entidad que ofrece el servicio regala, una vez
al mes, la posibilidad de obtener un subsidio gratuito a las personas
registradas, aproximadamente 1.300. Un poco de harina, de arroz, de
azúcar, de lentejas y de aceite para cocinar forman la ración que
corresponde a cada una de las viudas. Un preciado tesoro para intentar
sobrevivir algunos días más.
Una
gran parte de ellas se dedica a recitar alabanzas a cambio de limosna.
Otras piden caridad en las escaleras de acceso a los templos. Comparten
miseria, codo a codo, con los sadhu vestidos de naranja y con toda la
gama de pedigüeñas que lucha para ver un nuevo sol. Muchas viudas visten
de blanco, el color del luto, y llevan los cabellos cortos. Las han
desnudado de todo lo qué significa feminidad: el bindi (un punto rojo en
la frente), el mangalsutra (el cordón de la felicidad), el sindur (la
raya roja entre los cabellos) y los collares, brazaletes y sortijas.
Pasean por las calles de la ciudad como fantasmas, con la mirada
ausente. Nadie las mira... o casi.
En
un templo, una de estas mujeres se prepara para la ceremonia. Asiste en
primera fila, recogida y encorvada por el paso de los años y de la
carga soportada, recitando con devoción los cantos en honor del dios. Un
día, una vaca entra en el espacio sagrado y toma parte al acto como un
fiel más. Un hombre venera al cuadrúpedo sagrado pero aparta con
grosería a la pobre mujer de su camino, a pesar de que hay espacio de
sobra. El frágil cuerpo dentro del sari blanco tiembla pero, por
desgracia, ya está acostumbrado.
Para
mucha gente del lugar las viudas no existen. Cuando se habla con los
hombres, ya sean profesores de escuela, trabajadores de un instituto
estatal, gente de negocios o profetas, todos evitan el tema. Hablan de
Krishna y de su pareja indisoluble, tan ligada al dios que el nombre que
usan es RadhaKrishna, un solo vocablo. Hablan de cómo los amantes
bailaban día y noche en una cama de flores, hablan del amor que llenaba
todos los caminos de la iluminación, hablan de cómo para llegar a la
verdad se tiene que pasar por la figura femenina... y en realidad
perpetúan una ignorancia que se transmite de generación en generación.
Algunos
estudios señalan que el número de viudas en la India podría ser
alrededor de 40 millones pero... ¿cómo se pueden contar unas personas
que a los ojos de la sociedad no existen? ¿cómo se puede censar una
población invisible?
Una
anciana vive en una de las habitaciones más viejas del ashram. Su hija
ha venido a visitarla. También ha llegado una amiga, vestida de blanco
como ella. Por todas partes la pobreza es evidente pero la señora ofrece
a los invitados todo lo que tiene: una sonrisa sincera, una
conversación decidida y un poco de alimentos benditos. El espacio es
esencial: una cama mordisqueada, un almacén empolvado, platos y enseres
de cocina, algún mueble medio desmontado y tantas imágenes de Krishna,
omnipresente en sus múltiples manifestaciones. Y también la fotografía
de un gurú, en blanco y negro, con el papel un poco gastado. Parece como
si en Vrindavan la fe alimentara más que la comida. Para muchas viudas
es así.
Cuando
son expulsadas de sus hogares solo tienen dos opciones: morir o
emprender el viaje espiritual hacia el moksha, el paraíso, que las ayude
a pasar este purgatorio en la tierra. Las de casta más noble —porque
ninguna categoría se escapa de esta lacra— normalmente se dirigen a
Varanasi. Las más pobres llegan a Vrindavan... y desaparecen en el
olvido. Ninguna noticia más llegará a las orejas de los parientes, ni
tan solo su defunción. Dejarán de existir o, mejor dicho, ya lo hicieron
el día en que se quedaron viudas. Un porcentaje altísimo son niñas
casadas por obligación con hombres bastante mayores de edad los cuales,
ley natural mediante, fallecen mucho antes que las desafortunadas. Ellas
sufren la peor parte de todas puesto que a menudo son víctimas de todo
tipo de ultrajes por parte de las personas que las tendrían que proteger
o de los propietarios de los ashrams que las acogen.
La
distribución de víveres está a punto de empezar. Las viudas finalmente
han conseguido formar una serpiente uniforme. Llegan los responsables de
la organización y algunos invitados, entre ellos mujeres con joyas y
saris elegantes, refinados. Todo el mundo se relaja, incluso los
guardianes que antes eran ariscos. Reina un ambiente de cordialidad. La
fila se empieza a mover y los recién llegados recitan su papel: durante
10 minutos reparten bolsas y sonrisas, se hacen fotografías con un móvil
de última generación y después se marchan. Pero las viudas todavía
están... y empiezan a cantar. Primero una sola, a continuación la
segunda, la tercera y después un grupo más grande. Un rezo de
agradecimiento que llena el aire de luz. Uno de los hombres, antes
irritado, se añade al coro. Una sensación de liberación se pasea entre
los presentes mientras el ritual no se interrumpe: las mujeres entregan
el papel de identificación, cogen los alimentos, llenan el bote de
aceite... y después se alejan un poco para ordenar el fardo, ponerse la
carga encima de la cabeza en perfecto equilibrio y dirigirse hacia sus
alojamientos. La serpiente va perdiendo escamas y el jardín de la misión
se va vaciando. Pasarán días de silencio hasta la próxima beneficencia.
Mientras
tanto, estas mujeres de fortaleza extraordinaria continuarán
resistiendo a la muerte, sombras diáfanas bajo el sol de un país que las
esconde cuando las tendría que cuidar como un tesoro. Algunas quizás no
volverán. Su lucha en este mundo hostil se habrá acabado pero ellas,
más que nadie, merecerán encontrar la paz, la serenidad y todo lo qué
les ha sido negado en esta vida. Cuando saludan, sus ojos cansados
brillan y su mirada parece agradecida. Durante unos instantes han dejado
de ser invisibles. Han recordado la dignidad que nunca las ha
abandonado y que las empuja en cada jornada de su injusto e impuesto
camino. Las viudas blancas se despiden y, no obstante su condición, su
voz suena pura... ¡Radhe radhe!
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Este era un enorme árbol de manzanas al cual un niño amaba mucho. Todos los días jugaba a su alrededor, trepaba hasta el tope, comía sus frutos y tomaba la siesta bajo su sombra. El árbol también lo quería mucho. Pasó el tiempo, el niño creció y no volvió a jugar alrededor del árbol. Un día regresó y escuchó que este le decía con cierta tristeza:
—¿Vienes a jugar conmigo?
Pero el muchacho contestó:
—Ya no soy el niño de antes que juega alrededor de los árboles. Ahora quiero tener juguetes, y necesito dinero para comprarlos.
—Lo siento —dijo el árbol—. No tengo dinero, pero te sugiero que tomes todas mis manzanas y las vendas; así podrás comprar tus juguetes. El muchacho tomó las manzanas, obtuvo el dinero y se sintió feliz. También el árbol fue feliz, pero el muchacho no volvió. Tiempo después, cuando regresó, el árbol le preguntó:
—¿Vienes a jugar conmigo?
—No tengo tiempo para jugar; debo trabajar para mi familia y necesito una casa para mi esposa e hijos. ¿Puedes ayudarme?
—Lo siento —repuso el árbol—. No tengo una casa, pero puedes cortar mis ramas y construir tu casa.
El hombre cortó todas las ramas del árbol, que se sintió feliz, y no volvió. Cierto día de un cálido verano, regresó. El árbol estaba encantado.
—¿Vienes a jugar conmigo? —le preguntó.
—Me siento triste, estoy volviéndome viejo. Quiero un bote para navegar y descansar, ¿puedes dármelo?
El árbol contestó:
—Usa mi tronco para construir uno; así podrás navegar y serás feliz.
El hombre cortó el tronco, construyó su bote y se fue a navegar por un largo tiempo. Regresó después de muchos años y el árbol le dijo:
—Lo siento mucho, pero ya no tengo nada que darte, ni siquiera manzanas.
El hombre replicó:
—No tengo dientes para morder ni fuerzas para escalar, ya estoy viejo.
Entonces el árbol, llorando, le dijo:
—Realmente no puedo darte nada. Lo único que me queda son mis raíces muertas.
Y el hombre contestó:
—No necesito mucho ahora, sólo un lugar para reposar. Estoy cansado después de tantos años...
—Bueno —dijo el árbol—, las viejas raíces de un árbol son el mejor lugar para recostarse y
descansar. Ven, siéntate conmigo y descansa.
El hombre se sentó junto al árbol y este, alegre y risueño, dejó caer algunas lágrimas.
Esta es la historia de cada uno de nosotros: el árbol son nuestros padres. De niños, los amamos y jugamos con ellos. Cuando crecemos los dejamos solos; regresamos a ellos cuando los necesitamos, o cuando estamos en problemas. No importa lo que sea, siempre están allí pura darnos todo lo que puedan y hacernos felices. Usted puede pensar que el muchacho es cruel con el árbol, pero ¿no es así como tratamos a veces a nuestros padres.
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En
su libro Grandes fugas, la periodista barcelonesa Laura Manzaneda
cuenta que a lo largo de la historia ha habido huidas espectaculares,
como la del gran escritor, seductor y aventurero italiano Giacomo
Casanova, que escapó de la cárcel de Venecia vestido de gala y en
góndola, y que incluso se paró a tomar un café en la plaza de San Marcos
antes de despistar a sus perseguidores.
Sin
embargo, ninguna escapada fue tan justa y sorprendente como la de Henry
“Box” Brown, esclavo negro que nació en Virginia (EE UU), en 1815.
A
los 15 años Brown fue enviado a trabajar a una fábrica de tabaco de
Richmond, donde se enamoró de otra esclava con la que tuvo tres hijos.
Cuando estos fueron vendidos a un negrero de Carolina del Norte, Brown
juró que haría lo posible por escapar y volver a reunir a los suyos.
Con
ayuda de un tendero blanco llamado James Smith, ideó un plan para
enviarse a sí mismo por correo a una asociación abolicionista de
Filadelfia, en Pensilvania, estado donde no estaba permitida la
esclavitud.
Brown
se quemó una mano para poder faltar al trabajo y fue embalado en una
caja –de ahí el apelativo de “Box”–. El 29 de marzo de 1849 el paquete
partió en un tren donde su ocupante estuvo a punto de morir asfixiado,
pero llegó sano y salvo a su destino. Más adelante Brown se convirtió en
líder abolicionista, pero nunca logró recuperar a su familia.
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Hablar
de Cherrapunji, la ciudad más lluviosa de la Tierra, es hablar de
cifras increíbles y de registros de lluvia inimaginables. Esta ciudad
está situada a 1.498 metros de altitud, en las faldas del Himalaya al
noreste de India y tiene una población de unos 12.400 habitantes. Para
que nos podamos hacer una mejor idea de la desmesurada cantidad de agua
que cae en este lugar de Asia, solo un dato: en la ciudad de Madrid se
recogen de media unos 436 litros por metro cuadrado de lluvia anual y en
San Sebastián, la capital de provincia más lluviosa de España, llueve
cuatro veces más, 1.738 litros. Estos registros se quedan en nada cuando
los comparamos con los de Cherrapunji. Su media anual está situada en
unos 12.028 litros por metro cuadrado (27 veces más que Madrid), aunque
hay otras localidades como Lloró (Colombia) donde la media de las
lluvias anuales superan la de Cherrapunji, pero con un régimen más
repartido en todo el año.
También
es obligado hablar de otros puntos poco habitados como la montaña de
Waialeale (Hawái) donde aún llueve un poco más al año. Pero el mérito de
Cherrapunji es que lo hace solo entre los meses de mayo a septiembre,
es decir, la época monzónica. Eso si, esta ciudad india es poseedora del
imbatible récord de lluvia en 12 meses, lo registró entre agosto de
1860 y julio de 1861, donde cayeron 26.460 litros. También presume de
tener el récord mundial de lluvia en 12, 24, 48, 72 y 96 horas; y en
julio de 1861 estableció otro descomunal récord que nadie ha superado
aún: 9.360 litros por metro cuadrado en un mes. Lo más parecido al
diluvio universal.
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Especial para adultos contemporáneos: Cómo llegar a los ciento veinte años!
Estimadas Cotorras, como muchas de nosotras ya tenemos más de treinta años, hay que comenzar a cuidarse!
Dicen que todos los días tenemos que comer una manzana por el hierro y un banano por el potasio.
Además una naranja por la vitamina C, medio melón para mejorar la digestión y una taza de té verde sin azúcar, para prevenir la diabetes. Todos los días hay que tomar dos litros de agua (y luego orinarlos... lo que lleva como el doble del tiempo que llevó tomárselos).
Todos los días hay que tomarse un Activia o un Yogurt para tener "L. Cassei Defensis", que nadie sabe qué chingados es, pero parece que si no te tomas un millón y medio todos los días, empiezas a ver a la gente como borrosa.
Cada día una aspirina, para prevenir los infartos, más un vaso de vino tinto para lo mismo. Y otro de blanco, para el sistema nervioso. Y uno de cerveza, que ya no me acuerdo para qué era.
Si te lo tomas todo junto, por más que te dé un derrame ahí mismo, no te preocupes pues probablemente ni te enteres.
Todos los días hay que comer fibra. Mucha, muchísima fibra, hasta que logres defecar un sweater.
Además una naranja por la vitamina C, medio melón para mejorar la digestión y una taza de té verde sin azúcar, para prevenir la diabetes. Todos los días hay que tomar dos litros de agua (y luego orinarlos... lo que lleva como el doble del tiempo que llevó tomárselos).
Todos los días hay que tomarse un Activia o un Yogurt para tener "L. Cassei Defensis", que nadie sabe qué chingados es, pero parece que si no te tomas un millón y medio todos los días, empiezas a ver a la gente como borrosa.
Cada día una aspirina, para prevenir los infartos, más un vaso de vino tinto para lo mismo. Y otro de blanco, para el sistema nervioso. Y uno de cerveza, que ya no me acuerdo para qué era.
Si te lo tomas todo junto, por más que te dé un derrame ahí mismo, no te preocupes pues probablemente ni te enteres.
Todos los días hay que comer fibra. Mucha, muchísima fibra, hasta que logres defecar un sweater.
Hay que hacer entre cuatro y seis comidas diarias, livianas, sin olvidarte de masticar cien veces cada bocado. Haciendo un pequeño cálculo, sólo en comer se te van como cinco horitas.
Ah, después de cada comida hay que lavarse los dientes, o sea: después del Activia y la fibra los dientes, después de la manzana los dientes, después del plátano los dientes... y así mientras tengas dientes, sin olvidar pasarte el hilo dental, masajeador de encías, y buche con Plax...
Mejor amplía el baño y mete el equipo de música, porque entre el agua, la fibra y los dientes, te vas a pasar varias horas por día ahí adentro.
Hay que dormir ocho horas y trabajar otras ocho, más las cinco que empleamos en comer, veintiuno. Te quedan tres, siempre que no te agarre algún imprevisto. Según las estadísticas, vemos tres horas diarias de televisión. Bueno, ya no puedes porque todos los días hay que caminar por lo menos media hora (por experiencia: a los 15 minutos regresa, si no la media hora se te hace una).
Y hay que cuidar las amistades porque son como una planta: hay que regarlas a diario. (¿Cuando te vas de vacaciones también, supongo?)
Además, hay que estar bien informado, así que hay que escuchar la radio y leer por lo menos dos diarios y algún artículo de revista, para contrastar la información.
¡Ah!, hay que tener sexo todos los días, pero sin caer en la rutina: hay que ser innovador, creativo, renovar la seducción... ¡Eso lleva su tiempo... Y ni qué hablar si es sexo tántrico!! ( y te recuerdo: después de cada comida, cepíllate los dientes!).
También hay que hacer tiempo para barrer, lavar la ropa, los platos, y no te digo si tienes perro u otras mascotas... (¿¿hijos??!!)
En fin, a mí la cuenta me da unas 29 horas diarias. La única posibilidad que se me ocurre es hacer varias de estas cosas a la vez, por ejemplo: Te duchas con agua fría y con la boca abierta así te tragas los 2 litros de agua.
Mientras sales del baño con el cepillo de dientes en la boca le vas haciendo el amor (tántrico) parado a tu pareja, que de paso mira la TV y te cuenta lo que ve, mientras barre (ella).
¿Te quedó una mano libre? Llama a tus amigos. ¡Y a tus padres, porque no hay que descuidarlos!! Tómate el vino (después de llamar a tus padres te va a hacer falta).
El Yakult con la manzana te lo puede dar tu pareja mientras se come el plátano con el Activia, y mañana cambian. Y menos mal que ya crecimos, porque si no nos tendríamos que clavarnos el Danonino Extra Calcio todos los días.
¡Uuuufff! Pero si te quedan 2 minutos, reenvíale esto a los amigos (que hay que regar como las plantas) mientras tomas una cucharadita de All Bran, que hace muy bien...
Y ahora te dejo porque entre el yogur, el medio melón, la cerveza, el primer litro de agua y la tercera comida con fibra del día, ya no sé qué estoy haciendo pero necesito ir al baño urgentemente. Ah!!, voy a aprovechar y me llevo el cepillo de dientes...
Si ya te envié esto antes, perdona... Es el Alzheimer, que a pesar de tantos cuidados no he podido combatir.
Un fuerte abrazo!!