CLUB DE COTORRAS

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Radhe radhe... En el pequeño jardín de una misión de caridad, las mujeres, casi 300 haciendo cola para obtener un poco de comer, saludan con simpatía. Son todas viudas. Y eso, tan normal, en India es una condena. Vrindavan, una pequeña ciudad a 150 kilómetros de Nueva Delhi y famosa por ser punto de encuentro de los fieles de Krishna, acoge también otra realidad: más de 20.000 mujeres, todas ellas sin marido, buscan asilo en este lugar. Un gran número de ellas viven por debajo del umbral de la pobreza, y solo el 25% recibe una pensión, según un informe de ONU Mujeres. Habitan en casas particulares pero sobre todo en ashrams, agrupaciones espartanas de celdas dispuestas alrededor de un espacio abierto con un templo y servicios comunitarios. Teóricamente estos espacios nacieron para la meditación pero, para muchas viudas del subcontinente, se han convertido en un refugio, en el único refugio.
Según una tradición india llamada sati, cuando un hombre fallece su esposa lo tendría que seguir en el viaje e inmolarse con él en la pira funeraria. Aunque esta costumbre fue abolida por ley en 1829, su sombra es muy alargada y se manifiesta todavía hoy en forma de absoluta marginación. La mujer que se queda sin marido es, demasiado a menudo, repudiada por las familias y alejada de la sociedad, sin posibilidades de rehacerse una nueva vida. No se contempla una nueva boda y tampoco una pensión. En el estado del Bengala, donde la exclusión de las mujeres del testamento no está permitida, muchísimas familias se deshacen de las viudas para evitar que reclamen sus derechos.
En el patio del jardín las viudas forman grupos. Se reencuentran. Algunas ya se conocen porque viven juntas. Sonríen y se ayudan. Porque no lo hace nadie más... En India, las mujeres no disfrutan de un trato paritario, más bien al contrario. Sin una figura masculina, están consideradas un peso; para los padres que les tendrán que procurar una dote, para los maridos que las tendrán que mantener, para los hijos que las tendrán que cuidar cuando no puedan trabajar... Y los hombres encargados de repartir los alimentos no las tratan mejor. Les chillan para ponerlas en orden, las empujan, las miran como una molestia. En algunos momentos parece una escena más propia de un campo de concentración, con prisioneras y guardianes al momento de la distribución de un exiguo rancho. Algunos de los trabajadores usan bastones. Por suerte los emplean únicamente para asustar a los monos que intentan robar los víveres.
Todas las mujeres de la cola llevan un papel rosa en la mano que les da derecho al suministro. La entidad que ofrece el servicio regala, una vez al mes, la posibilidad de obtener un subsidio gratuito a las personas registradas, aproximadamente 1.300. Un poco de harina, de arroz, de azúcar, de lentejas y de aceite para cocinar forman la ración que corresponde a cada una de las viudas. Un preciado tesoro para intentar sobrevivir algunos días más.
Una gran parte de ellas se dedica a recitar alabanzas a cambio de limosna. Otras piden caridad en las escaleras de acceso a los templos. Comparten miseria, codo a codo, con los sadhu vestidos de naranja y con toda la gama de pedigüeñas que lucha para ver un nuevo sol. Muchas viudas visten de blanco, el color del luto, y llevan los cabellos cortos. Las han desnudado de todo lo qué significa feminidad: el bindi (un punto rojo en la frente), el mangalsutra (el cordón de la felicidad), el sindur (la raya roja entre los cabellos) y los collares, brazaletes y sortijas. Pasean por las calles de la ciudad como fantasmas, con la mirada ausente. Nadie las mira... o casi.
En un templo, una de estas mujeres se prepara para la ceremonia. Asiste en primera fila, recogida y encorvada por el paso de los años y de la carga soportada, recitando con devoción los cantos en honor del dios. Un día, una vaca entra en el espacio sagrado y toma parte al acto como un fiel más. Un hombre venera al cuadrúpedo sagrado pero aparta con grosería a la pobre mujer de su camino, a pesar de que hay espacio de sobra. El frágil cuerpo dentro del sari blanco tiembla pero, por desgracia, ya está acostumbrado.
Para mucha gente del lugar las viudas no existen. Cuando se habla con los hombres, ya sean profesores de escuela, trabajadores de un instituto estatal, gente de negocios o profetas, todos evitan el tema. Hablan de Krishna y de su pareja indisoluble, tan ligada al dios que el nombre que usan es RadhaKrishna, un solo vocablo. Hablan de cómo los amantes bailaban día y noche en una cama de flores, hablan del amor que llenaba todos los caminos de la iluminación, hablan de cómo para llegar a la verdad se tiene que pasar por la figura femenina... y en realidad perpetúan una ignorancia que se transmite de generación en generación.
Algunos estudios señalan que el número de viudas en la India podría ser alrededor de 40 millones pero... ¿cómo se pueden contar unas personas que a los ojos de la sociedad no existen? ¿cómo se puede censar una población invisible?
Una anciana vive en una de las habitaciones más viejas del ashram. Su hija ha venido a visitarla. También ha llegado una amiga, vestida de blanco como ella. Por todas partes la pobreza es evidente pero la señora ofrece a los invitados todo lo que tiene: una sonrisa sincera, una conversación decidida y un poco de alimentos benditos. El espacio es esencial: una cama mordisqueada, un almacén empolvado, platos y enseres de cocina, algún mueble medio desmontado y tantas imágenes de Krishna, omnipresente en sus múltiples manifestaciones. Y también la fotografía de un gurú, en blanco y negro, con el papel un poco gastado. Parece como si en Vrindavan la fe alimentara más que la comida. Para muchas viudas es así.
Cuando son expulsadas de sus hogares solo tienen dos opciones: morir o emprender el viaje espiritual hacia el moksha, el paraíso, que las ayude a pasar este purgatorio en la tierra. Las de casta más noble —porque ninguna categoría se escapa de esta lacra— normalmente se dirigen a Varanasi. Las más pobres llegan a Vrindavan... y desaparecen en el olvido. Ninguna noticia más llegará a las orejas de los parientes, ni tan solo su defunción. Dejarán de existir o, mejor dicho, ya lo hicieron el día en que se quedaron viudas. Un porcentaje altísimo son niñas casadas por obligación con hombres bastante mayores de edad los cuales, ley natural mediante, fallecen mucho antes que las desafortunadas. Ellas sufren la peor parte de todas puesto que a menudo son víctimas de todo tipo de ultrajes por parte de las personas que las tendrían que proteger o de los propietarios de los ashrams que las acogen.
La distribución de víveres está a punto de empezar. Las viudas finalmente han conseguido formar una serpiente uniforme. Llegan los responsables de la organización y algunos invitados, entre ellos mujeres con joyas y saris elegantes, refinados. Todo el mundo se relaja, incluso los guardianes que antes eran ariscos. Reina un ambiente de cordialidad. La fila se empieza a mover y los recién llegados recitan su papel: durante 10 minutos reparten bolsas y sonrisas, se hacen fotografías con un móvil de última generación y después se marchan. Pero las viudas todavía están... y empiezan a cantar. Primero una sola, a continuación la segunda, la tercera y después un grupo más grande. Un rezo de agradecimiento que llena el aire de luz. Uno de los hombres, antes irritado, se añade al coro. Una sensación de liberación se pasea entre los presentes mientras el ritual no se interrumpe: las mujeres entregan el papel de identificación, cogen los alimentos, llenan el bote de aceite... y después se alejan un poco para ordenar el fardo, ponerse la carga encima de la cabeza en perfecto equilibrio y dirigirse hacia sus alojamientos. La serpiente va perdiendo escamas y el jardín de la misión se va vaciando. Pasarán días de silencio hasta la próxima beneficencia.
Mientras tanto, estas mujeres de fortaleza extraordinaria continuarán resistiendo a la muerte, sombras diáfanas bajo el sol de un país que las esconde cuando las tendría que cuidar como un tesoro. Algunas quizás no volverán. Su lucha en este mundo hostil se habrá acabado pero ellas, más que nadie, merecerán encontrar la paz, la serenidad y todo lo qué les ha sido negado en esta vida. Cuando saludan, sus ojos cansados brillan y su mirada parece agradecida. Durante unos instantes han dejado de ser invisibles. Han recordado la dignidad que nunca las ha abandonado y que las empuja en cada jornada de su injusto e impuesto camino. Las viudas blancas se despiden y, no obstante su condición, su voz suena pura... ¡Radhe radhe!

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