CLUB DE COTORRAS

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Napoléon y Nerón se cuentan entre las víctimas del arsénico, un compuesto letal que, paradójicamente, también fue usado en el pasado para tratar distintas afecciones.
Las pastillas con arsénico del doctor Simms, por ejemplo, salieron a la venta a finales del siglo XIX, con supuestos efectos cosméticos y para “levantar el ánimo”.
No obstante, no hay ninguna sustancia que, por si sola o en combinación con otras, haya producido tantas muertes desde la Antigüedad. El arsénico fue el agente homicida en el 75 % de los envenenamientos juzgados en Francia durante la década de 1830; y en Gran Bretaña, la proporción llegó a la mitad de los casos enjuiciados entre 1815 y 1860.
El más famoso de todos los venenos es un asesino muy discreto. Puede camuflarse con otros productos, como la harina o el azúcar, no se descompone, es soluble, no caduca y no huele.
Se calcula que 0,15 gramos es la dosis mortal para una persona de 75 kilos de peso. Una vez ingerido, el cuerpo lo asimila con rapidez. Pasa del aparato digestivo al torrente sanguíneo y, de ahí, se distribuye por todos los órganos, aunque se concentra en las uñas, el pelo, la piel, las arterias y el hígado.
La deshidratación que desencadena es, en ocasiones, tan aguda que puede producir la momificación de algunos cadáveres. Los envenenados tienen síntomas muy aparatosos, porque el arsénico, al ser muy cáustico, quema todo el tubo digestivo, causa fuertes dolores abdominales, diarreas y, a veces, hemorragias.
Administrado en muy bajas dosis, puede actuar de forma lenta pero implacable. Los síntomas aparecen poco a poco y son tan genéricos, como cansancio, irritabilidad y pérdida de apetito o de peso, que pueden conducir a un crimen (casi) perfecto.
Un ejemplo es el de Hélène Jégado, una cocinera francesa que fue ejecutada en el siglo XIX después de comprobarse que había envenenado lentamente a una treintena de personas para las que había trabajado en la región de Bretaña.

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